Autor: Julian Darby
Cuando se trata de Economía, a la mayoría de la gente se le viene a la mente la idea de antagonismo entre diferentes grupos:- Entre capital y trabajo.
- Entre empresarios y asalariados.
- Entre la gente común y la burguesía.
- Entre los que perciben altos ingresos y los que reciben salarios bajos.
- Entre los neozelandeses y los extranjeros…
¿Suena familiar?
Es como si la vida fuera una guerra de todos contra todos donde, como los ricos nos comen, nosotros debemos comérnoslos a ellos primero. Es básicamente un conflicto de clases, una forma de pensamiento colectivista inspirada por el marxismo y su doctrina de la lucha de clases; y en ningún lugar es más evidente dicha doctrina, que en el constante llamado a los impuestos progresivos.
«Los empresarios se están haciendo más ricos a expensas de que los obreros se estén haciendo más pobres –dicen muchos– así que, para prevenir esto, necesitamos impuestos confiscatorios». Hemos escuchado este tipo de argumentos muchas veces.
Es una perspectiva que ignora la mayor lección que la Economía nos ha podido enseñar: Que en una sociedad en donde hay cooperación pacífica, existe armonía de intereses entre todos, sin importar cómo otros nos dividan o clasifiquen.
Lo cierto es que todos mejoramos al estar juntos. En una sociedad libre, con división de trabajo, este hecho rápidamente se vuelve obvio.
Los impuestos progresivos, sin embargo, destruyen esa regla de oro. Como los ciudadanos desde Venecia hasta Venezuela han podido descubrir, son los miembros más pobres y vulnerables de la sociedad los que sufren más con estos regímenes.
¿Por qué pasa eso? Dicho de una forma simple, es porque los impuestos progresivos reducen, de forma desproporcionada, la cantidad de capital en un sistema económico; y, cualquier reducción de la cantidad de capital, reduce el nivel de vida de todos. Es como si el capital fuera consumido por un terremoto.
Esta fue la precepción de dos grandes teóricos del capital de los siglos XIX y XX: Eugen Böhm-Bawerk y Ludwig von Mises.
El capital es la riqueza acumulada que tienen las empresas o los individuos; consiste en las granjas, fábricas, máquinas, herramientas, etc. Se acumula sobre la base del ahorro –o de lo que se puede ahorrar después de que el gobierno se ha llevado lo que piensa que es su porción–.
Y es el capital, de dejar que se acumule, el que aumenta el nivel de vida de todos, desde el capitalista más rico hasta el asalariado más pobre. ¿Cómo? De dos formas:
Primero, el capital es el que paga los salarios. Estas ocho palabras son tan importantes que vale la pena repetirlas. El capital es el que paga los salarios. Por lo tanto, nos interesa a todos, pero especialmente a los desempleados, que los empresarios tengan permitido acumular tanto capital como les sea posible.
El capital hace posible pagar salarios a los trabajadores. Cuanto más capital, más trabajadores y mejores salarios.
Segundo, el capital aumenta la productividad del trabajador al potencializar el esfuerzo humano. En otras palabras, las máquinas nos permiten producir más cosas y progresar más rápidamente.
Cualquiera que haya visto cómo se construye el túnel Waterview, se habrá dado cuenta que la tuneladora ha hecho que todo el proyecto avance de forma más rápida y segura que si se hubieran empleado personas para excavarlo.
Esta mayor productividad, que es posible gracias a la utilización de capital, lleva a que más bienes puedan estar disponibles a precios progresivamente más bajos. Esto es una maravilla para todos, pero en especial para los más pobres de la sociedad, pues entre más capital haya, mayores serán sus salarios reales.
A pesar de lo que Karl Marx dice, el capital no está en conflicto con el trabajo. El progreso económico de los últimos trescientos años –y el impresionante aumento del nivel de vida- es, en realidad, una historia de la armonía de estos dos factores: de la profundización de la división de trabajo; del incremento de ahorro y de la acumulación de capital; del constante aumento, en todo el mundo, de los salarios reales. Es una gran historia, o lo sería si se nos permitiera seguir avanzando sin impedimentos u obstáculos.
La imposición progresiva es sólo una barrera, entre otras muchas que impiden este avance, perjudicando el nivel de vida de todos.
Eso difícilmente parece legítimo. O justo.
Sin embargo, existe una gran ignorancia, incluso entre los economistas, sobre el rol del capital; y una gran hostilidad hacia aquellos que lo poseen.
Mira a Thomas Piquetti, el profesor francés neo-marxista cuyo libro superventas Capital in the 21st Century aboga por que los impuestos a la riqueza sean del 80% ¡para impedir la acumulación de capital! Asombrosamente, para haber escrito un libro con la palabra «capital» en el título, Piketty carece de todo conocimiento sobre el papel del mismo para mejorar los salarios reales.
No es de sorprenderse. Porque, como el académico George Reisman señala, en el libro de Piketty no hay ni una sola referencia a Eugen Böhm-Bawerk y Ludwig von Mises, los dos teóricos del capital más reconocidos. Sí hay, no obstante, 70 referencias a Karl Marx.
Reisman sigue con la observación:
Piketty sostiene su programa sobre la base de la ignorancia del rol principal del capital en la producción: elevar la productividad de los trabajadores e incrementar los salarios reales y, en general, el nivel de vida. Él tampoco se enteró de que la libertad de acumular grandes fortunas es necesaria para el desarrollo de nuevos productos y nuevas industrias, algo esencial para el progreso económico.No deberíamos elegir seguir compartiendo su ignorancia.
Como personas interesadas en economía y políticas públicas que somos, debemos ver cómo redescubrir las importantes lecciones que nos ha dado el pasado y, en este contexto, convertirnos no en personas que abogan por destruir a los ricos, sino en personas que defienden la acumulación de capital y el ahorro.
Eso ayudará a mejorar el nivel de vida de todos.
Y eso, para mí, es algo indudablemente justo. Y legítimo.
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